Un montón de paredes de ladrillo pintarrajeadas con rotulador grueso, toldos coloreados de verde, parques que huelen a patatas bravas, coger el tren y bajar en Atocha, patear el Retiro en otoño antes de que haga demasiado frío, bajar por la cuesta de Moyano, volver a casa, aceras demasiado estrechas, bordillos mellados, huele a contaminación pero qué bonito está el cielo, el cielo de Madrid siempre será mi favorito, de las azoteas del Centro a los balcones de Villaverde, del parque del Retiro al parque de la Amistad, al descampado de enfrente vuelven los yonkis y mis padres rezan por lo bajo, parece que estemos otra vez en los ochenta: jeringuillas, cucharas, un trasiego de almas en pena que se cruzan contigo y te miran sin ver.
Este Madrid, el que queda fuera de la M30, se ha reivindicado únicamente como un recurso estético, una postal vieja y resultona ahora que le vemos la belleza a lo cutre y la modernidad a lo analógico, ahora que somos «de calle» y reclamamos fotos poco saturadas, espejos sucios y rotos, torres en las que vivían los obreros durante los setenta, moteles con letreros de neón y polígonos industriales. Este Madrid es el Madrid al que aluden las tiendas de ropa de segunda mano, los videoclips de traperos, raperos e incluso algún que otro cantante de flamenco cuando quieren invocar al espíritu de Deprisa, deprisa, de lo kinki y de lo pobre. No es que haya que exigirle a la estética la moral más pura y estricta las veinticuatro horas del día, pero resulta cansado observar cómo crecen estas tendencias, moviendo una cantidad de dinero que se aleja bastante de la realidad kinki y pobre, mientras se condena a los barrios que la sustentan - Villaverde, Vallecas, Carabanchel, Usera, Tetuán y un largo etcétera - al abandono institucional, a la plaga de las casas de apuestas, al retorno de la heroína, a días de invierno que son aún más cortos de lo que deberían por la precariedad lumínica, a institutos masificados, a compartir comisarías y centros de salud entre distritos, y ahora también, al hacinamiento de clase o confinamiento selectivo, como han preferido llamarlo, que consiste esencialmente en reducir nuestro valor a la capacidad de producción de cada uno, o sea, que la única razón por la que se te permite moverte es para ir a trabajar. Pero la vida es mucho más que eso, aquí, en Chamberí y en cualquier sitio que se precie, y existe un principio que nos sacude con mucha más fuerza que la de la producción: la dignidad.
Dicen que si Madrid es un gato, Vallecas son las garras. Quizás a Vallecas haya que sumarle unas cuantas calles más.
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